¡No seremos hombres,

pero somos muchas!

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A la lucha, a la lucha, no seremos hombres, pero somos muchas…” Era parte de un viejo chiste de los tantos que me sabía en mi juventud, el cual trataba de un grupo de “mariposos” que atacaba a no-me-acuerdo-ya-quién. En aquel olvidado chiste, el grupo gay había encontrado una fuerza que superaba a la de los “machos” que evidentemente atacaban: superioridad numérica.

En septiembre de 1987 -- ¡horror, hace más de 15 años! – me paseé por toda Caracas con mi recordado amigo (hoy muerto en batalla) Gulbuddin Karzai, uno de los líderes de la resistencia ante la invasión del ejército soviético en Afganistán. Vino a Venezuela como parte de una campaña mundial para crear conciencia en contra de la intervención rusa en su país. De todos los periódicos que visitamos, solamente una publicación estuvo dispuesta a publicar el horror de aquella sangrienta guerra, la Revista Élite, dirigida entonces por el también buen amigo – y siempre presto a colaborar – Rafael “Josú” del Naranco, quien por cierto, todavía me debe las extraordinarias fotos que de la guerra afgana le hice entrega entonces, ¡hace más de tres quinquenios!, haciendo honor a aquel refrán que dice: “el que entrega fotos a un periodista es un pendejo, pero más pendejo es el periodista que las devuelve…” (la venganza es dulce, Rafael, ¡y siempre llega!)

Bien, era evidente entonces que el venezolano no estaba ni pendiente de las invasiones del Comunismo Internacional en países tan lejanos como el afgano, por considerar que nuestras bardas estaban muy lejos de Afganistán, razón por la cual era considerado insensato ponerlas en remojo. Hoy nos damos cuenta de lo equivocado que estábamos. Yo, un eterno e iluso guerrero contra Satanás, perdí no solo mi tiempo en intentar conmover a los hermanos venezolanos con los atroces crímenes que la bota imperialista soviética le infringía al heroico pueblo afgano, sino que perdí también – en aquel intento -- las horripilantes y extraordinarias fotos que le hice entrega a la Cadena Capriles, con las cuales pretendí lograr mi objetivo en compañía de mi hoy recordado amigo “Gulbu”, cuya muerte no vale la pena describir para no amargarles más el día (o la noche) a mis queridos lectores.

Pero de aquella visita me quedó algo que posiblemente pudiera ser útil si lo transmito a Venezuela. Si “Gulbu” me está escuchando -- o leyendo -- desde su cielo islámico (que es el mismo de todos), estoy seguro que no solo me dará la razón, sino que sentirá que su viaje a estas tierras lejanas y apáticas a sus muertos, no fue del todo en vano.

En las esteras y montañas de Herat, Shïndaud, Zaranj, Cardar, Bagräm, Kondoz y muchas otras, los soviéticos – armados hasta los huesos con el más sofisticado armamento – aprendieron a qué sabía el polvo afgano, cuando hordas de miles y miles de hombres, mujeres Y NIÑOS… ¡Y NIÑOS! se les venían encima gritando como condenados, armados de la invencible convicción de morir por la dignidad de su pueblo. El primer efecto que aquellos ataques desorganizados y frenéticos lograba era el de desconcertar y aún más: desmoralizar a los soviéticos. En consecuencia, eran pocas las bajas que se producían entre los atacantes, pues el enemigo abandonaba su posición y huía ante la certera convicción de que era inútil repeler la carga de aquellos que lo habían dado ya todo por su tierra.

Ayer leí la carta titulada “¿Cómo Ganar la Guerra Civil sin Armas?” en la cual su autor comenzaba diciendo: “En todos, repito, todos, los países que han sido, o son, gobernados por regimenes autoritarios, o tiranías de izquierda, hay un lugar común: Solo requieren el apoyo de una minoría fanatizada y de las Fuerzas Armadas.

Como ejemplo, todos los países socialistas incluyendo a Cuba, o países basados en presuntas revoluciones como Libia, Irak o Irán. ¿O es mentira?

Es mentira. Ante nuestras dignas y patrióticas hordas venezolanas compuestas de cientos de miles – si no millones -- de hombres mujeres y niños, no hay “minoría fanatizada” ni Fuerzas Armadas que valgan. En primer lugar – y perdonen si sueno racista, que no lo soy – “no hay negro guapo, ni tamarindo dulce…” (un dicho muy cubano, por cierto, que no necesariamente se aplica a los negros). En segundo lugar, nuestros soldados – la tropa, pues – son nobles y distan muchísimo de ser asesinos. Yo, ante ellos, estoy dispuesto a írmeles encima con la camisa abierta y “la gritería atrás”, pues sé que no me van a disparar, como sé que no les dispararán a mis hijos ni a mi madre. Además, esos solados – tropa, pues – saben que cuando venzamos la barrera de alambre que nos separa y estemos frente a ellos, recibirán abrazos de hermanos y no tiros en sus nucas.

El único problema es que tenemos que hacer como los afganos: ¡Salir todos al mismo tiempo ante el llamado al combate de un líder!